DIMANCHE
Oculto detrás del centro de la plaza mayor, el cazador observa la presencia de los perros desde el fondo de su presencia, cuya borda rebasan solo el cañón de la escopeta y la cabeza de un niño, que husmea el viento y traga mosquitos al vuelo o que sus gruesas extremidades superiores extendidas atrapan. Este acecho resulta demasiado complicado para mi. Por eso la mayor parte de las veces me dirijo a pie al lugar del acecho, pisando por las aceras con mis calcetines y mis botas de cazador. Doy unos pasos lentamente con mucha prudencia, por miedo de hundirme en los movedizos. Aparto las ramas, por entre las cuales saltan los insectos.
Llego por fin, a la plaza mayor.
Un islote de arbustos alrededor de una fuente. Un espacio de tierra firme y seca en el que me acomodo. El guardia municipal ha tenido la amabilidad de dejarme su munición. Su presencia no deja, hasta cierto punto, de apurarme. Causa cierta inseguridad su presencia a lo lejos.
Cuando uno de ellos pasa a mi alcance, el niño en cuestión tiene un modo burlón de mirarme; echado atrás con un brusco y elegante girar de cabeza, dos largas orejas rojas que le sobresalen del total del cráneo. Luego toma una actitud de alerta y mueve la mano con impaciencia. Es toda una mímica con la cual quiere decirme:
-dispara!! no te entretengas! Dispara!!!!
Yo disparo pero no hago blanco. Entonces mi compañero rapaz se tiende todo lo largo que es y bosteza, estirado con gesto de aburrimiento, desanimado, insolente.